¿Sangre en el cuchillo
o saliva en la almohada?
¡Jote culiao!...
Yo no estuve ahí
no estuve ahí
cuando mis hijos te lloraron.
Sólo me vine a enterar un día de negras nubes,
sin azúcar y en huelga de hambre
y el golpetear de la lluvia en la cancha de fútbol.
Por varios días
me dediqué a observar
el agua enjabonada que corría por el pasillo,
quise patear la puerta,
pero siempre había alguien que lo estaba haciendo.
Con un espejo observé la luna
y recordé el amor
dejado atrás como el beso de un padre.
Comencé a odiar a mis vecinos
a desear un puñado de tierra entre las manos.
Negué la palabra, no arbitré más partidos.
Dejé el negocio, el culto, la biblioteca,
le pagué a los pacos por la carne tierna por los de tránsito
por la esperanza que les goteaba en cada lágrima invisible.
Caí en el olvido, sentí a Dios
pasar soplándome en la oreja
y me volví contra mi imagen y mis semejantes,
la puse toda
la de carne
y la de fierro.
Fui bravo entre los bravos
y tierno con mis señoras.
Pero cada noche
después de la última mano de brisca,
tomaba mi espejo,
único túnel hacia algún recuerdo
y sentía que se mojaba
que se quebraba algo
adentro en el alma.
Caía,
me dejaba golpear sin que nadie supiera.
Y con el húmedo rostro bajo las piernas,
bajo las temblorosas rodillas
comencé a imitar la risa de los autista. En los lugares más extremos,
en los peores sufrimientos,
más te apegas a la vida.
Luego te ahorcas.